sábado, 6 de octubre de 2012

Una lluvia lejana, página 2

En raras ocasiones,
algunos fragmentos escritos,
especialmente insistentes
escaparán por un patio trasero
o por un callejón,
saldrán volando por el
terraplén que bordea la
carretera y finalmente irán
a parar al aparcamiento del centro comercial,
como muchas
otras cosas.

Y es aquí dónde
sucede algo
realmente
extraordinario:

El viento se lleva dos o más
fragmentos de poesía y los une
mediante una extraña, desconocida,
fuerza de atracción para la ciencia
y poco a poco van
quedando pegados
y forman una
diminuta bola.

Sin necesidad de hacer
nada más, esa bola se va
volviendo cada vez más
grande y redonda a
medida que otros
versos libres,
confesiones,
secretos,
cavilaciones sueltas,
deseos y
cartas de amor
no enviadas
se van añadiendo poco a poco
uno a uno.

La bola recorre
las calles
como una planta rodadora
durante meses, incluso años.

Si sale sólo de noche, puede que sobreviva
al tráfico y a la curiosidad de los niños,
y mediante un lento movimiento rotatorio
también evita
a los caracoles
(su depredador principal).

Cuando adquiere un cierto tamaño,
se refugia instintivamente cuando hace mal tiempo,
sin que nadie
se dé cuenta.

Pero de lo contrario
deambula por las calles
buscando ciegamente otros
retazos de reflexiones
y sentiemientos olvidados.

Sin necesidad de hacer nada,
crece hasta hacerse
grande, inmensa, enorme:
una tremenda acumulación de trozos de papel que
finalmente se eleva por el aire, consigue levitar
gracias a la fuerza de tanta emoción contenida.

Flota levemente por encima
de los tejados de las casas de
la periferia cuando todo el
mundo duerme,
e inspira el aullido de
los perros solitarios
en medio de la noche.

(Shaun Tan, Cuentos de la periferia, 2008)

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