sábado, 15 de enero de 2011

El puto carro

Esa tarde se sintió libre de cualquier ocupación, es como si se hubiera quitado una montaña de pragmatismo de encima, así que decidió quedarse en casa y ponerse a leer.  Fue a la cocina y puso a preparar un café tinto en la vieja cafetera de dos tintos dónde los tintos eran más deliciosos que en el café más exclusivo y caro de la ciudad. También preparó cenicero, un cigarrillo suave y encendedor. Cambio la silla de lugar de tal manera que pudiera ver las nubes blancas sobre un cielo azul reluciente de cinco de la tarde. Se sentó con mucha facilidad en la silla, a un lado el cigarrillo que prendió despacio y sensualmente dio la primera chupada. En el otro brazo de la silla descansaba el café generando una burbuja aromática y tibia de unos cuantos centímetros de radio. Recordó que tenía una obsesión por poner tildes al final de las silabas de las palabras, lo hacía automáticamente y automáticamente se devolvía a corregir, al instante que quedaban resaltadas de rojo zigzagueante por el corrector de Word. Le parecía una manía extraña, insoportable y sobre todo vulgar. Sentía que en el peor de los casos podía parecerse a aquellas personas que escriben sin tildes, omitiendo haches o poniéndolas donde no van, así como cambiando c por s descaradamente, y lo peor sin ningún asomo de vergüenza por que el corrector podía arreglarlo después. Que desagradable tejido de letras degradadas por un autor sin escrúpulos. No más llevaba unas cuantas páginas de ese libro gordo y tan famoso que era medio filosofía, medio narración en una edición de bolsillo de punto de lectura que no costaba más de 30 mil, cuando chilló el citofono como un viejo barco que se hunde. Al otro lado una voz femenina como de cuarenta y cinco preguntó duramente de quién era el carro que estaba afuera, pero en el tono se notaba que quería decir quién es el cabrón que dejo el puto carro afuera. Así que él contesto primero con un si si y luego con un no y colgó. Colgó por dignidad. Se devolvió al sillón y retomo la lectura de un episodio lamentable dónde el personaje ayuda a una vieja artista demente después de un concierto infame pero también sentía que era un fragmento de una trascendencia atmosférica. El citófono chilló dos o tres veces más. Pero ya era suficiente para haber detenido la feliz lectura, así que se acerco al escritorio y se puso a escribir.