Decían que Luchito era medio
raro, con esas manos de terciopelo que le sacaba música a dos piedras y con su
voz arrebataba el alma de las mujeres, grandes y chicas, que no dejaban de
suspirar cuando él les susurraba “Perhaps, perhaps, perhaps…” Como el hambre,
aumentaba el número de admiradoras populares que se reunían en la concha
acústica para intercambiar tapitas de Donny Brooke y envolturas de cigarrillo
Style, para canjear sus fotos.
Luchito
había llegado en un tren de la división del Sur, arrastrando su pasado en el asfalto
dejando líneas como partituras oxidadas de la ciudad. Era un bálsamo terso ese
Luchito, para suavizar palabras e instalarse en los pisos de damas enamoradas
de las artes y las joyas. Cada noche lo escuchaba sacándole sonidos al viento
roto, haciendo crujir techos y soportes, sobre el silencio de mi habitación
102.
Una noche extraviada en la aventura de mi insomnio, tiré mis
revistas al suelo y enarbolé la tapia para instalarme frente a su ventana callejuelada
de muy buena gana. Pero en realidad, Luchito, nunca fue imagen, porque era un hombre
bajito de pelo liso con cara de escolar de escuela pública. Solamente su voz lo
reconstruía para las mujeres, grandes y chicas, que lo soñaban a media luz, en
la penumbra de sus piezas marmoleadas, en ése vallecito provincial que dormía
la siesta con la radio prendida.
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